lunes, 14 de junio de 2010

CONTINUACIÓN II

Sentí que se había abierto la veda, me desengañé de repente, acepté que todo había terminado, supe que el tren iría más despacio desde entonces, seguí leyendo, pero sabía que había terminado la novela. Así fue, como os lo cuento, tuve que parar de leer. Llegó el momento temido, los compañeros de vagón se agitaron y comenzaron los juegos florales, los coros y danzas tan españoles. Unos se levantaban para ir al baño, otros iban a la cafetería, seguía tosiendo el calvo, los niños comentaban en voz alta la película; pero todos sabéis, y estaréis conmigo, que eso no es lo peor, como si aporreasen mi cabeza comenzaron las conversaciones telefónicas, las dudas existenciales, los problemas familiares, los dimes y diretes que todo pasajero necesita confesar a sus compañeros de viaje. La peor de las torturas es tener que escuchar irremediablemente las banalidades soeces de las tan mencionadas personas humanas. Y es, en ese mismo momento, cuando comienza la verdadera magia negra de los viajes en tren, la imposibilidad de no prestar atención, de no recordar sus palabras y de evitar ser un cotilla, como todo buen pasajero sabe. El mismo veneno que agita tus nervios, te seduce, te atrapa, y ellos lo saben, hablan para ti, se comunican paralelamente contigo, saben que los escuchas, sin que se escape detalle, saben que fabulas con sus vidas, que imaginas a sus interlocutores, que son parte de ti en esas horas y quizás en otros momentos. Siempre me ha asombrado la capacidad que tienen algunas personas de atrapar con las mayores insignificancias la atención de los demás, de tal modo que mientras lamentas su existencia y su mala educación, escuchas, escuchas, escuchas sus palabras. Lo llamo el síndrome sado del viajante de tren.

Ahora todos podréis entender el sentido de este viaje, uno de tantos, o quizás más que ninguno, en el que me sentí envenenado por el amargo elixir de las banalidades telefónicas, esclavo de sus palabras. Tengo que liberarme, haré públicas sus vidas, y en parte quizá la mía, convertiré su insignificancia en verdadero exorcismo público, destrozaré en la medida de mis posibilidades sus intimidades que tan a salvo creían que estaban a bordo de un tren sin encrucijadas. Rompo el pacto de silencio que todo viajero suscribe cuando se sube en un tren, su reino será también el de este mundo.

Hay una cuestión que a mí me intriga mucho, ya que no logro entender como la gente que llama por teléfono a algún pasajero consigue no coincidir con las demás personas que llaman a los otros pasajeros, como si entre ellos se conociesen y pudiesen establecer unos turnos de llamada. Esta cuestión, que a mí me deja perplejo, se cumple en un porcentaje escandaloso, y sin duda contribuye notablemente a la sensación que tengo de que saben que los escuchas, que estás atrapado, que vas hilando sus historias una detrás de otra, haciéndolos protagonistas de tu propia vida. Es curioso observar como en estos casos la conciencia de ser único, de acaparar protagonismo se desvanece y comparten su lugar en la escena como no se produce en ningún otro ámbito de la vida en sociedad.

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