sábado, 12 de junio de 2010

CONTINUACIÓN I

Fueron unos cuantos minutos de tranquilidad, de lectura serena y concentrada, reposando la novela en los paisajes secos y monótonos de la Mancha. Alternaba la lectura con las frecuentes divagaciones que surgen en un viaje de esas características, mirando al horizonte, sin atender a los pequeños detalles, hasta que alguno en concreto llama la atención, hace cambiar la perspectiva y consigue atrapar la vista en una casa, un montículo, una nube o la propia silueta del tren en un prado extenso y llano. Era por entonces un buen viaje, armonioso si me lo permiten. Vibró mi teléfono móvil, tenía un mensaje, en ese momento pensé que no habría más móviles en silencio en todo el vagón, contesté y continué la lectura.

Al rato llegó el revisor, comenzó la revista con las dos chicas que estaban dormidas, después de haber despertado a la que tenía más a mano. Luego siguió conmigo y más tarde con mis vecinos del otro lado del pasillo, hasta que se perdió a lo largo del vagón y escuché la puerta trasera, en todos los casos repitió la misma operación, “su billete por favor”, lo observa, lo taladra y con un gesto petulante y enérgico lo devuelve con un “muchas gracias” sonriente. Pensé que podría ser el pasajero un millón o quizá dos de aquel revisor y lo imaginé con esas mismas palabras y con ese mismo gesto cada una de esas dos millones de veces. La rutina y monotonía de los trenes, una vía paralela sin encrucijadas ni cambios de sentido.

Comenzaron los cambios en mi ánimo poco a poco, rumiándose escondidos antes de la digestión pasada por ácido. Unos pocos segundos después de que saliera el revisor, un hombre con bastón y guantes negros cruzaba lentamente el vagón camino de la cafetería, no me importó aunque sabía que tendría que volver. Continué la lectura sin perder la concentración y sin mayores distracciones durante un rato. Serían como las 16:30 horas cuando los pasajeros tuvieron sed, en un momento y en intervalos de pocos minutos cruzaron ante mis ojos un padre con sus dos niñas pequeñas, una abuela con su nieto y un señor bajito un tanto colorado. Seguí leyendo con interés la novela. Al cabo de un rato el hombre con guantes negros que caminaba con bastón cruzó parsimoniosamente el coche 5 del TALGO Madrid-Almería. Salió por la puerta delantera ante mis ojos. Como es natural, los demás pasajeros que se encontraban en la cafetería regresaron a sus asientos, haciendo uso de la cañada real en que se había convertido mi vagón. Pasó primero el señor bajito con cara enrojecida, una revista y no muy buen semblante. Al rato, pasaron el padre con sus dos hijas sin llamar demasiado la atención. Por último, la abuela y su nieto cargado de patatas fritas. Todos ellos abrieron y cerraron (está operación es automática) la puerta trasera y delantera del tren. Me sonreí y seguí leyendo.


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