martes, 29 de junio de 2010

CONTINUACIÓN V

Cuántos misterios puede encerrar un simple coche 5 de un TALGO. Unas hermanas que no se llevan bien, la manifestación de orgullo consiguiente, el sector masculino de la familia medio mosca, y Umbertito perdido en la capital, con un amigo de los hijos de Carmen. Me pregunté que pensarían los viajeros de un tipo como yo, si llegarían a hacerse preguntas, alguna composición de lugar sobre mi papel en el viaje. No sospecharían que soy de Pontevedra, y no creo que se imaginasen qué me había llevado a Madrid. A lo mejor les llamaría la atención compartir un vagón con un pontevedrés, intentarían acertar por qué iba en tren hacia Almería, qué se le habría perdido por allí. Muchas veces cuando viajo imagino que hablo con alguno de los pasajeros, siempre me muestro educado y perspicaz, muchas veces seductor. Tan bien llevo la conversación, que no resulto ni pesado, ni narcisista, ni chulo de playa, están encantados de hablar conmigo, conocerme y sentir que en cualquier lugar se puede conocer gente muy interesante. Pero qué pensarían de mí los dichosos pasajeros, de qué modo ocupo sus vidas en el microcosmos móvil que compartimos.

Ahí fuera hay gente comiendo queso, pensé, puede que también bebiendo vino. Pero en el tren se abre la puerta, y un legionario de Viator entra vestido como legionario, con cara de legionario, perilla de legionario y chulería de legionario, cruza el vagón y se pierde camino de la cafetería. Me pregunté si los quesos manchegos tendrían leche de cabra y si a los legionarios les gustaría el queso. Seguro que no lo prueban en un bar.

Pero además de quesos en la Mancha, hay cobertura de teléfono, irregular, pero cobertura al fin y al cabo. Mi compañera agarra su móvil y llama a Carmen, “Hola Carmen, Miguelito (que así se llama B) ha cantado la gallina, sí, le ha contado todo a Rosa (que así se llama su madre), en fin. Le he dicho que me despisté pero que al final fue solo un susto”. No quiso dar mucha más trascendencia a la conversación, en verdad llamaba por el otro asunto, el peliagudo, cuando hay familia de por medio ya se sabe, tintes dramáticos. Pero antes de que se lanzase tuvo unos segundos de recuerdo para Umbertito, “sí, va todo el camino tranquilito, se durmió un rato, ahora va viendo la peli; hablaré después con él”. Pobre Umbertito, tan rubio, tan niño, tan tierno y con esa mami tan conversadora. Como un chispazo de electricidad aireó el asunto “me llamó Diego”, ya no había marcha atrás. “Pues está mosqueado. Sí, no le sentó bien que no llamase. Pero claro, yo le dije que esperaba que llamasen ellos, que les tocaba organizar a ellos, y que como no llamaron pues que hice planes contigo y con los niños”, sin duda confirmación por parte de Carmen. “Si es que no me correspondía a mí organizarlo todo, aunque también le dije que por Clara no me apetecía mucho”, ligero tono de autocomplacencia, “está claro que eran ellos quienes tenían que haberlo organizado todo, que además yo iba a estar en tu casa y ya le dije, que fíjate qué comprensiva Carmen que le parecía bien que fuese a la comida. Luego se nos cortó, falla mucho la cobertura. Pues sí, pero bueno, que se le notaba que no le había hecho mucha gracia. Venga, otro día hablamos, te aviso cuando lleguemos”. Despedida tierna y cuelgue de teléfono. Puse una de esas caras irónicas que todos nos guardamos cuando queremos decirle a alguien sí, ya ya, lo que tu digas morena. Tan solo la miré de refilón, girando un poco la cabeza, mirándola distraído y con aires de suficiencia, estoy seguro de que entendió el mensaje.

miércoles, 16 de junio de 2010

AUTOPAISAJE

El sol derrite centímetro a centímetro

el aire de mi corazón mientras sudo,

como si me perdiese en un suspiro,

gota a gota, destilando alcohol.


En el cielo iluminado de esta provincia

al sur del norte, en la soledad eterna

veo el paso abrasado por el fuego

de mis pies arrastrándose en la arena.


Azul mediterráneo desde el balcón

en este patio de vecinos que observa,

ciego, la bahía de la nueva Andalucía

asomada a la ventana de un faro en ruinas.

CONTINUACIÓN IV

El teléfono volvió a sonar, pero no era la tejana, una melodía de música caribeña atronó nuestros oídos, giré la cabeza, y allí estaba la jubilada con el pelo corto haciendo números para encontrar el teléfono en el bolso. Descolgó, pronto deduje que hablaba con su hermana. No pude averiguar el nombre de las dos, pero sí que se dirigía en el TALGO a Valdepeñas, pues su hijo había ganado tres medallas en un concurso de cata de vinos y estaban todos muy contentos, “voy a ver las medallas del niño”, nos espetó, diciendo claramente que no creía que ninguno de los allí presentes tuviésemos ninguna medalla, y menos tres. Reconozco que un buen rato estuve imaginando que tomaba un buen vino con un queso manchego, no en un bar de carretera. Pero la cobertura volvió a jugarnos una mala pasada, “¿me oyes?, ¿me oyes?, ¿estás ahí?”, se cortó, la pobre señora se quedó con las ganas de seguir pavoneándose con las medallas y nosotros supimos que habría cara b de aquella sinfonía.

No recuerdo muy bien la hora que era, ni cuanto tiempo había estado pendiente de los dos seriales, lo cierto es que llegamos a la estación de Manzanares, en uno de esos rituales que se producen con frecuencia en la vías españolas: el tren para, salen dos fumadoras histéricas con el pitillo en la boca y el mechero en posición de asalto, ningún viajero se queda en la parada, ninguno sube, a las dos caladas tiran el pitillo, se cierra la puerta y el TALGO reanuda la marcha. Al poco rato de abandonar Manzanares suena el teléfono, y esta vez sí descuelga la tejana, es Diego, pienso yo, aquello había quedado a medias, pero no. Resulta ser una mujer, cuyo nombre no es mencionado, madre de un niño, amigo de los hijos de Carmen, que acompañó a toda la comitiva el sábado en el Retiro madrileño. Entra en escena Umbertito, el hijo de la tejana, pues el angelito y el amigo decidieron perderse el sábado en Madrid. La madre del niño al que, por ahora, llamaremos B, telefonea para verificar que es cierta la historia que le contó su hijo y que la tejana tenía muy bien callada, “sí, se perdieron, nos dieron un buen susto, estaban inquietos y no obedecían nada, además es que Umbertito se porta muy mal, no me hace caso, estoy muy enfadada con él, pues en un momento bajé la guardia y me despisté, cuando me di cuenta no los tenía delante. Pero allí estaban los otros dos niños, les pregunté y no sabían que había pasado”. Aquí tuvo que haber un momento de ligera tensión telefónica, la tejana escuchaba sin decir nada, “ya, si les pasa algo a los niños yo me muero, lo pasé fatal, una vez que aparecieron respiré tranquila pero claro, es que no te puedes relajar un momento, fue fallo mío, pero un momento y ya no estaban. Finalmente resolvieron la situación, se encontraron con un policía y le comentaron la situación, en pocos minutos nos cruzamos con ellos y eso fue todo”, la palabra policía tuvo que hacer mella en la señora cuando B le contó en casa la situación, sin duda eso fue el detonante de la llamada, el niño acudiendo a la policía perdido en Madrid. Se relajó un poco el tema, implícitamente la señora debió de aceptar las disculpas, pero quiso regodearse un poco y entró con firmeza con Umbertito, “ya, está en una época fatal, no me hace caso, se porta mal en el cole. Está aquí oyendo todo, él sabe que se portó mal, pero hija, está en un momento que no atiende a razones, es que no hace caso de nada. Ayer hablamos pero tampoco quería asustarlo más, además sabe que se equivocó y que no puede perderse.” Bien, no pasó nada, pero tú me reconoces que fue culpa de tu nene, me reconforta oírte. Crueles somos, pensé en ese momento, y pobre Umbertito, me añadí. La conversación terminó.

martes, 15 de junio de 2010

CONTINUACIÓN III

Así pues, estaba ya encajando el golpe del primer telefonazo. Me puse en actitud reflexiva, mirando al horizonte mientras pretendía divagar sobre cualquier tema que fuese interesante. Pero allí estaba ella, con su teléfono en mano, su voz clara y dulce, hablando con su hermano Diego. Diego reside en Madrid, al igual que Clara (otra hermana) y su padre; es importante tener esto en cuenta para comprender el verdadero problema familiar que nuestra compañera de viaje intentaba resolver durante la llamada: no había estado ni con Diego, ni con Clara, ni con su padre. En palabras de ella “vosotros sois los que vivís en Madrid, no iba a organizar la comida yo, os dije que iría pero se suponía que os encargaríais de todo”. Pronto supimos entonces que no había estado con su familia, que se defendía explicando que no era culpa suya y que “claro que me parecía bien la idea, si nos podemos juntar muy pocas veces. Y la verdad, aunque no tuviese muchas ganas de ver a Clara, que ya sabes como está nuestra relación, por ti y por papá me apetecía ir”. Así que la cuestión, como era de suponer, venía de lejos, ella y su hermana Clara no tenían una buena relación, y aunque todos se habían mostrado favorables a la idea de reunirse, nadie tomó las riendas del asunto. Me pregunté qué dificultades logísticas habría para no ir a casa del tal padre y verse allí, si no para una comida, por lo menos para un café. Me pareció evidente que las emociones en esa familia estaban a flor de piel; y yo totalmente inmiscuido en la conversación. “¿Dieego?, ¿Dieego?… ¿Me escuchas?”. Se cortó, no había buena cobertura.

Era evidente que aquella conversación tendría que continuar. Mientras la esperaba, observé la cantidad de establecimientos repetidos que hay en las carreteras de la Mancha, durante un buen trecho la vía transcurre paralela a la autovía. En ambos sentidos se amontonan tres clases de negocios: el bar de carretera en sus dos variedades, con o sin habitaciones, las queserías, a veces en combinación con los bares de carretera, y los burdeles, con grandes y luminosos carteles. Intenté imaginar como sería la persona que hiciese uso de los tres en un mismo viaje. Casar los bares con las queserías era bastante normal, igual que pasar la noche en una de esas habitaciones, pero la suma del burdel era lo que no me encajaba. Durante un buen rato estuve pensando en quesos y burdeles.

lunes, 14 de junio de 2010

CONTINUACIÓN II

Sentí que se había abierto la veda, me desengañé de repente, acepté que todo había terminado, supe que el tren iría más despacio desde entonces, seguí leyendo, pero sabía que había terminado la novela. Así fue, como os lo cuento, tuve que parar de leer. Llegó el momento temido, los compañeros de vagón se agitaron y comenzaron los juegos florales, los coros y danzas tan españoles. Unos se levantaban para ir al baño, otros iban a la cafetería, seguía tosiendo el calvo, los niños comentaban en voz alta la película; pero todos sabéis, y estaréis conmigo, que eso no es lo peor, como si aporreasen mi cabeza comenzaron las conversaciones telefónicas, las dudas existenciales, los problemas familiares, los dimes y diretes que todo pasajero necesita confesar a sus compañeros de viaje. La peor de las torturas es tener que escuchar irremediablemente las banalidades soeces de las tan mencionadas personas humanas. Y es, en ese mismo momento, cuando comienza la verdadera magia negra de los viajes en tren, la imposibilidad de no prestar atención, de no recordar sus palabras y de evitar ser un cotilla, como todo buen pasajero sabe. El mismo veneno que agita tus nervios, te seduce, te atrapa, y ellos lo saben, hablan para ti, se comunican paralelamente contigo, saben que los escuchas, sin que se escape detalle, saben que fabulas con sus vidas, que imaginas a sus interlocutores, que son parte de ti en esas horas y quizás en otros momentos. Siempre me ha asombrado la capacidad que tienen algunas personas de atrapar con las mayores insignificancias la atención de los demás, de tal modo que mientras lamentas su existencia y su mala educación, escuchas, escuchas, escuchas sus palabras. Lo llamo el síndrome sado del viajante de tren.

Ahora todos podréis entender el sentido de este viaje, uno de tantos, o quizás más que ninguno, en el que me sentí envenenado por el amargo elixir de las banalidades telefónicas, esclavo de sus palabras. Tengo que liberarme, haré públicas sus vidas, y en parte quizá la mía, convertiré su insignificancia en verdadero exorcismo público, destrozaré en la medida de mis posibilidades sus intimidades que tan a salvo creían que estaban a bordo de un tren sin encrucijadas. Rompo el pacto de silencio que todo viajero suscribe cuando se sube en un tren, su reino será también el de este mundo.

Hay una cuestión que a mí me intriga mucho, ya que no logro entender como la gente que llama por teléfono a algún pasajero consigue no coincidir con las demás personas que llaman a los otros pasajeros, como si entre ellos se conociesen y pudiesen establecer unos turnos de llamada. Esta cuestión, que a mí me deja perplejo, se cumple en un porcentaje escandaloso, y sin duda contribuye notablemente a la sensación que tengo de que saben que los escuchas, que estás atrapado, que vas hilando sus historias una detrás de otra, haciéndolos protagonistas de tu propia vida. Es curioso observar como en estos casos la conciencia de ser único, de acaparar protagonismo se desvanece y comparten su lugar en la escena como no se produce en ningún otro ámbito de la vida en sociedad.

sábado, 12 de junio de 2010

CONTINUACIÓN I

Fueron unos cuantos minutos de tranquilidad, de lectura serena y concentrada, reposando la novela en los paisajes secos y monótonos de la Mancha. Alternaba la lectura con las frecuentes divagaciones que surgen en un viaje de esas características, mirando al horizonte, sin atender a los pequeños detalles, hasta que alguno en concreto llama la atención, hace cambiar la perspectiva y consigue atrapar la vista en una casa, un montículo, una nube o la propia silueta del tren en un prado extenso y llano. Era por entonces un buen viaje, armonioso si me lo permiten. Vibró mi teléfono móvil, tenía un mensaje, en ese momento pensé que no habría más móviles en silencio en todo el vagón, contesté y continué la lectura.

Al rato llegó el revisor, comenzó la revista con las dos chicas que estaban dormidas, después de haber despertado a la que tenía más a mano. Luego siguió conmigo y más tarde con mis vecinos del otro lado del pasillo, hasta que se perdió a lo largo del vagón y escuché la puerta trasera, en todos los casos repitió la misma operación, “su billete por favor”, lo observa, lo taladra y con un gesto petulante y enérgico lo devuelve con un “muchas gracias” sonriente. Pensé que podría ser el pasajero un millón o quizá dos de aquel revisor y lo imaginé con esas mismas palabras y con ese mismo gesto cada una de esas dos millones de veces. La rutina y monotonía de los trenes, una vía paralela sin encrucijadas ni cambios de sentido.

Comenzaron los cambios en mi ánimo poco a poco, rumiándose escondidos antes de la digestión pasada por ácido. Unos pocos segundos después de que saliera el revisor, un hombre con bastón y guantes negros cruzaba lentamente el vagón camino de la cafetería, no me importó aunque sabía que tendría que volver. Continué la lectura sin perder la concentración y sin mayores distracciones durante un rato. Serían como las 16:30 horas cuando los pasajeros tuvieron sed, en un momento y en intervalos de pocos minutos cruzaron ante mis ojos un padre con sus dos niñas pequeñas, una abuela con su nieto y un señor bajito un tanto colorado. Seguí leyendo con interés la novela. Al cabo de un rato el hombre con guantes negros que caminaba con bastón cruzó parsimoniosamente el coche 5 del TALGO Madrid-Almería. Salió por la puerta delantera ante mis ojos. Como es natural, los demás pasajeros que se encontraban en la cafetería regresaron a sus asientos, haciendo uso de la cañada real en que se había convertido mi vagón. Pasó primero el señor bajito con cara enrojecida, una revista y no muy buen semblante. Al rato, pasaron el padre con sus dos hijas sin llamar demasiado la atención. Por último, la abuela y su nieto cargado de patatas fritas. Todos ellos abrieron y cerraron (está operación es automática) la puerta trasera y delantera del tren. Me sonreí y seguí leyendo.


viernes, 11 de junio de 2010

EL PRINCIPIO

Viaje a bordo, el TALGO de las tres y cuarto


Nos dimos el último beso antes de que subiese al tren. Eran las 15:14 horas cuando el TALGO salía puntual de la estación madrileña de Chamartín destino a Almería. Comenzaban así seis horas y cuarto de viaje por tierras castellanas y andaluzas, ante las cuales tan solo valían la paciencia y la resignación, en otras ocasiones habían resultado tediosas hasta decir basta. Los pasajeros, escasos, habían tomado ya asiento en el coche 5, a mi alrededor tenía el siguiente mosaico humano: delante de mí, una pareja de lesbianas de unos 20 años, con estilo modernote tirando a urbanoconflictivo, ustedes ya comprenden, flequillo ladeado y piercing de rigor en la nariz; detrás, un padre de unos 35 años con su hijo de unos 10; una fila más atrás una pareja de cuarentones, ella fea y él calvo, que se mostraron muy graciosos cuando les pregunté si, efectivamente, aquel era el coche 5; del otro lado del pasillo no había nadie en los primeros asientos; en los de mi izquierda una madre atractiva y muy tejana con su hijo de 7 u 8 años, aunque los niños engañan; detrás de ellos un adulto cuarentón en chándal que escuchaba música con sus cascos, a su lado una jubilada de cara redondita y cabello corto y rubio; al resto de pasajeros no los tenía controlados. Resulta muy importante la compañía en un viaje en tren, de ella depende que se realice sin sobresaltos o que se acabe de uñas resoplando amargura.
Iba dejando atrás la villa de Madrid sin prestar especial atención pero sin dejar de mirar, simplemente pasando el tiempo con la vista puesta en la ventana. En la primera media hora suelo hacer lo mismo: nada, dejarme llevar un poco y estar a la expectativa de cómo se van mostrando los acompañantes, y decidir como pasaré las siguientes horas. Si la gente no me molesta consigo leer y por tanto llego a superar el trance con bastante dignidad, por el contrario si están ahí, si los siento como aguijones, cada minuto que pasa es una picazón en el estómago, cada parada una afrenta a mi tiempo perdido, y por supuesto, en estos casos, siempre hay un buen retraso que endulza, todavía más, la sensación de que no es tan ancha la línea que separa el comportamiento cívico del de un hincha enajenado.
Durante esa primera media hora de análisis me sentí esperanzado, parecía que todo saldría bien, las lesbianas dormitaban, el padre y su niño charlaban calmadamente, la pareja de fea ella y calvo él no decían ni pío, si acaso, él tosía con frecuencia, ya sabrán por qué, pero ¿qué son unas simples toses en un mar de tranquilidad? Efectivamente, no había motivos para preocuparse por aquella presencia gutural. Del lado izquierdo no había mucha novedad, por entonces se mantenían en un silencio respetuoso y casi solemne, ya se soltarían después. Pues eso, todo pintaba bien, así que cogí mi novela de Auster y continué con su lectura. Mientras, entrábamos en la Mancha como un señor en una cafetería, ya saben, sin prisa pero sin pausa y con mucho garbo, un TALGO orgulloso de sí mismo.