lunes, 16 de mayo de 2011

FELIZ ALDEA

Recuerdo un día que llegué a casa de mis abuelos, en una aldea minúscula del interior de la provincia de Pontevedra, y como al acercarnos a la casa, en una pequeña "eira" que siempre ha servido de almacén a la interperie, había un gran montón de leña partida, el carballo preparándose para ser consumo humano. De siempre recuerdo esos montículos en mi aldea donde se secaba la leña, así como las buenas colecciones de plástico que estaban al quite de una posible lluvia, siempre latente en Galicia. Me gustaba ir a la aldea de pequeño, aun hoy con sentimientos diferentes, no dejo de maravillarme de ese pequeño paraíso que tengo tan cerca. Tendría unos 11 años y al ver el montículo los ojos se me pusieron como platos, como con todas las actividades de los campesinos, me sentía fascinado por esa vida, tan dura pero tan idealizada a los ojos de un niño. Recuerdo cuando pasaba el "angazo" (rastrillo) en los campos en los tiempos de la siega, o la recolección de las patatas o el maíz, y aun recuerdo el sabor del agua de una pequeña fuente que broataba en el mismo suelo en el campo donde comían las vacas. Así que cuando vi el montículo me alegré todavía más, había tarea. En efecto, cuando la leña estaba seca se trasladaba de la "eira" donde se secaba a un pequeño cobertizo donde se apilaba organizadamente. El transporte de la mercancía se realizaba con una carretilla, de esas de una rueda, se cargaba de leña y se llevaba 20 metros más abajo donde había que guardarla. Cómo me gustaba aquel paseo con la carretilla llena de maderos, y qué fuerte me sentía, llevaba incluso la cuenta de las veces que había hecho el trayecto, como prueba de gran hombría. Yo me encargaba del traslado, recuerdo que mi hermano me ayudaba a cargar la carretilla y que mi abuelo y mi madre la colocaban como correspondía, ni más ni menos que construyendo una rigurosa pared como si de ladrillos se tratase, que sostuviese toda la leña que caería detrás y que iría rellenando el espacio creado. La madera olía a madera virgen, había cucarachas, arañas (ante las que no era tan machote), se clavaban astillas en las manos, cuyas heriditas se lucían como cicatrices de un gran combate. Llevaba más carretillas y aquella fotaleza iba creciendo con el melodioso método de mi abuelo, ordenado, bello, reposado. Al terminar con el trabajo tocaba un buen trago de gasiosa, siempre recuerdo mi aldea llena de botellas de gasiosa, y de cerveza.
Hoy es mi cumpleaños y me he acordado de mi abuelo muerto hace ya 17 años, preso político que deambuló por las cárceles de Franco tres años y medio. Algún día escarbaré en los recuerdos de mi padre para conocer la historia de mi abuelo. El hombre que conocí era quien me llevaba con las vacas y con quien bebía en aquella fuente, con quien quemábamos y limpiábamos el cerdo, quien me dibujaba gallinas en las libretas, quien encendia el fuego. El hombre que conocí era un hombre bueno. El hombre que fue lo mató Franco.
No imaginas lo que te recuerdo, hoy muchísimo.

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