viernes, 13 de mayo de 2011

ELOGIO DEL CORAZÓN HERIDO POR UN ERIZO

Es el simple paseo de un caminante vereda arriba, entre álamos centenarios floreciendo en una primavera tardía, el abeto que pierde boca arriba las piñas, su fruto como cerámicas chinas, el arroyo casi imperceptible entre los juncos y bajo las ruinas de un olvidado pueblo abandonado que ahora pisan estos pies. En frente el horizonte que serpentea entre riscos y peñascos, saltos casi intrépidos y rastros de gigantes. Unas nubes bajas de tan alto que ya estamos amenazan sombras que no lluvia y al fondo en el estanque las ranas croan su festividad orgiástica. Rumores de pisadas suaves, miedosas y casi ausentes siguen nuestros pasos. Es el erizo que come las lombrices descubiertas entre el fango de los zapatos. A dos metros casi imperceptible y sin tocarme, siento sus púas que se clavan en la carne. Después de un paso suben pantorrilla arriba arrastrándome al desastre y las lombrices ríen siguiendo el surco de sangre. Antes de saltar otra vez el arroyo siento una punzada en el ombligo, desatado, que libera mis entrañas, festín de lombrices entre las telarañas. El arroyo queda atrás a un lado de los pinos, procesiones de gusanos avanzan a compás. Y otra daga que atraviesa dedos, manos y brazos alojándose en el cuello como un parásito. Bajo el sombrío atardecer de hojas, nubes y pájaros percibo en este paso santo el hachazo de la última punzada, entre sístole y diástole de fría plata, la herida que supura amarga miera de vida, dulce muerte de color.

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