domingo, 2 de octubre de 2011

CENIZAS VERDES Y ALMAS ROTAS

Es algún lugar de Austria, pleno Tirol, con sus Alpes, pueblecitos coquetos, la hierba fresca, verde reluciente, tenues nubes en las cumbres, abetos hermosos de postal y cuento de navidad. Algún lugar he dicho, pues este mismo puede ser toda Austria, de doloroso verde casi fluorescente con algunos rayos furtivos de sol.
Impresiona el pequeño país alpino en su desbordante naturalidad. Con el recuerdo cercano de su visita me pregunto desde cuándo Austria tiene esta apariencia, o mejor planteado, si sus habitantes y visitantes lo han percibido del mismo modo que yo, si su apariencia natural, más allá de las mejores o perores condiciones de vida de sus habitantes, ha sido verde, reluciente verde como es ahora, a lo largo de los tiempos.
Si así fuese cómo es posible que el abono de tan hermosos campos fuesen las cenizas de seres humanos. Cómo no cuestionarse qué pudo haber pasado en un país de cuento para que sus habitantes se abrazasen con entusiasmo y fervor al mal absoluto, al peor de los males desde que el hombre es hombre. Cómo poder comprender que a 100 km escasos de esta estampa el hombre construyese el lager de Mauthausen, y que sus habitantes fuesen las chispas de la muerte.
Quiero pensar que la belleza del paisaje es su forma de pedir perdón, que Austria era antes de los años 30 un país horrendo, de inhumana perspectiva; que cada campo tupido por la hierba es un homenaje al hombre y una humillación perpetua de rodillas; que cada hogar en madera construido es una morada del perdón eterno por las peores pesadillas; que cada abeto que cobija las nieblas del hombre es una celebración de la vida en honor de los desamparados; que cada granero es un lamento por los silencios mas fértiles. Si no fuese así, si Austria siempre fuese tal y como hoy la vemos, sus habitantes merecen el peor de los reproches, la repugnancia del mundo entero, el dedo acusador de la vida señalando al infame, pues cómo entender que de tal sitio hubiesen surgido las perores fieras que se han conocido, cómo perdonar que viviendo en este paraíso el hombre quisiese ser el buitre del hombre, el sepulturero de la vida. Esa es su única escapatoria, pues más allá de su belleza redentora no hay en todo el Tirol una sola muestra de arrepentiemiento, ni la más sencilla placa o fuente, plaza o calle que pida perdón por el crimen absoluto. Si la belleza es eterna y no un arrepentimiento, debemos asustarnos pues el mal todavía no ha muerto.

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